De las nubes

Foto.- Miguel Cervantes Sahagún
Gubidxa Guerrero

En los Cuarenta Días de mi madre

“¿De dónde vienen las nubes?”, preguntó Florinda a su abuela Juana. “¿Por qué caminan tan rápido?, ¿por qué algunas son gordas y otras flacas? ¿Por qué, de repente, sueltan toda su agua? ¿Por qué son tan bonitas?”, decía insistente la niña.

La matriarca de la familia Velázquez Orozco se complacía con los cuestionamientos de Linda, como apodaban a la pequeña. Le sorprendía gratamente que, a su corta edad, echara a volar la imaginación.
“Mira, abuelita, ¡allá va un árbol!”, gritaba la chiquilla cuando en el horizonte veía pasar una nube con forma de matorral. Cuando, en las temporadas secas, el cielo no dejaba ver hileras de copos de algodón, ella se aburría. En cambio, los días nublados eran los más felices.
Linda aprendió a identificar los nubarrones con el puro olor del ambiente. Los campesinos la buscaban porque ella sabía, con una exactitud asombrosa, cuándo llovería. La precisión de sus pronósticos alcanzaba tres o cuatro días.
Cierta vez, la niña decidió responder, por sí misma, su primera gran pregunta. Caminó y caminó con la intención de llegar al lugar de donde, suponía ella, proceden los gigantes blancos. Subió como cuarenta y siete montañas, atravesó a nado diecinueve ríos y visitó veinticinco pueblos. Conoció en su ruta, a más de dos mil personas (de vista solamente, porque apenas le quedaba tiempo para visitar la casa de las nubes). 
Desgraciadamente, Linda no platicó su propósito. A nadie confió su secreto anhelo de averiguar la procedencia de los maravillosos retratos ambulantes. 
Na Juana lloró amargamente. Creyó que un mal ser había raptado a su pequeña. En el pueblo la dieron por perdida. Pero la niña siguió su andar.

Doscientos sesenta días tardó en llegar a su destino. Y al pisar la blanca arena de la playa se entristeció un poco. En lo profundo de su corazón, sabía que las nubes vivían más allá de la costa. Provenían del horizonte azul que se perdía en la inmensidad que apenas le dejaban ver las olas.
Entonces la Mar, fiel compañera de las mujeres, se compadeció de ella y decidió llevarla hasta donde jugaban sus hijos, los nubarrones. Le presentó al mayor de ellos, Huracán. Linda conoció a sus sobrinos, los rayos, y a las nubes más pequeñas. 
La señora Juana no volvió a ver jamás a su pequeña. Al menos, no como la había conocido desde su nacimiento. Después de algunos años, supo que su nieta pasa de cuando en cuando convertida en una grisácea nube cargada de parabienes, que alegra a los campesinos y brinda risas a los niños mientras deja caer su agua. Florinda vuela. 


[Relato publicado en Enfoque Diario el domingo 11 de enero de 2015]