[Texto publicado en Enfoque Diario, el miércoles 18/Dic/2013]
Está a punto de finalizar la administración de Daniel Gurrión Matías en Juchitán. Con él se irá la oportunidad histórica que tuvo el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de reafirmarse en una ciudad zapoteca que se le comenzó a ir de las manos desde la década de los setentas (¡hace 40 años!), cuando las tropelías de los caciques de entonces, permitieron que un nuevo movimiento político tomara fuerza: la denominada COCEI.
Pero los rebeldes setenteros se convirtieron en los nuevos caciques y, repitiendo la estrategia del PRI postrevolucionario, los coceístas enarbolaron la bandera de lucha social sólo de manera aparente. El PRI siguió siendo el PRI: vertical, alejado de las necesidades del pueblo ―donde el compadrazgo importaba más que la militancia―, corrupto y servil de las autoridades superiores.
El desgaste de seis administraciones coceístas, sus divisiones internas, así como la buena imagen de que gozaba Daniel Gurrión, permitieron que el PRI recuperara la presidencia municipal luego de un buen lapso de tiempo (el gobierno de Héctor Matus fue bajo el modelo de ‘consejo municipal’, no como presidencia). Y con Daniel llegó la esperanza de que las cosas mejoraran.
Si bien, al principio de su administración, el alcalde mostró genuino interés por cambiar el rostro de la ciudad, bastaron pocos meses para que se percatara del complejo entramado de intereses en Juchitán, donde los grupos de poder, que pululan por doquier, hacen que la gobernabilidad sea casi imposible.
Pareció que Daniel Gurrión no quiso saber más de política y se dedicó de lleno a las obras públicas. Mientras se pavimentaban decenas de calles, explotaba el fenómeno de los mototaxis; a la vez que con ayuda del gobierno federal se construían o remodelaban parques públicos, se sucedían varios bloqueos carreteros por semana; mientras se construían canchas de fútbol rápido, se destruían vestigios centenarios, como la Capilla Lunes Santo, en Cheguigo Sur; y así por el estilo, impulsando constantemente la obra pública, pero descuidando la gobernabilidad.
Como excusa siempre tuvimos el “yo no fui”, olvidándose que los funcionarios no sólo yerran por acción sino, sobre todo, por omisión. La delincuencia se disparó, y aunque el presidente no asaltó a nadie, tenía la responsabilidad de velar porque los índices de inseguridad disminuyeran en su demarcación. Y qué decir de las invasiones de terrenos o de los graves enfrentamientos por la construcción de los proyectos eólicos en la Séptima Sección o en Álvaro Obregón, agencia municipal de Juchitán. Por no hablar de las tomas del Palacio o la reciente invasión al Parque Central.
Juchitán es complicado y problemático. Todos lo sabemos. Como también estamos conscientes de que los caciques políticos siempre estarán listos para hundir más al pueblo, pues con el caos ellos ganan. Por eso la ciudad necesitaba de un gobierno que hiciera valer su autoridad para regir con orden y equidad. En lugar de eso, tuvo un eficiente empresario del ramo de la construcción.
Si su servidor pudiera calificar la administración que finaliza, podría decir que fue el gobierno con mejores intenciones que tuvo el Istmo. Por desgracia, las intenciones no bastan.