Con mucho cariño, para mi hermana.
Xunaxi siempre pensó que el mundo no había descubierto la comida zapoteca. Decía que en el más pequeño pueblito del Istmo, Valle o Sierra podían prepararse más guisos originales que en la Francia entera o en la botuda Italia. “Pero así son las cosas. A lo mejor Dios nos ama tanto, que guarda placeres únicos para nosotros”.
De todo lo que su paladar había probado, acumulaba recuerdos precisos. Y de los muchos platillos que le gustaban, tenía por predilecto los tamales de elote, conocidos en la zona istmeña como guetazee, que acompañados con crema y queso saben a comida de dioses.
Deshojaba lentamente cada tamal. Una vez en el recipiente, le vaciaba a cuentagotas la mantequilla, espolvoreando pedacitos de queso seco o porciones de queso fresco, según su preferencia.
De niña siempre imaginó que los tamales de elote eran frutos brotados a ciertos árboles. ¿Una planta de guetazee? Podría ser… En la mente de los pequeños todo es posible. Pero una tarde, Xunaxi cometió la imprudencia de confesar su ilusión a sus hermanos, quienes, traviesos como ellos solos, decidieron tenderle una trampa.