Ilustración.- Francisco Toledo |
Gubidxa Guerrero
[Texto publicado en Enfoque Diario el domingo 15/Sep/2013]
A veces, cuando uno camina por las veredas calurosas de nuestra región, entre árboles de mezquite y grandes pochotes, levantando el polvo a nuestro paso, sucede que nos llevamos gratas sorpresas. ¿Nunca se han topado con alguna tortuga terrestre de avanzar pausado? Seres por los que no transcurre el tiempo, y que pueden permanecer quietos una eternidad.
Éstas son pequeñas, de un color verde obscuro (muchos dirán que café), con el cuello largo y la piel arrugada. Su capazón tiene grabadas pequeñas figuras geométricas que algunas personas saben leer. Se esconden de los extraños. Suelen introducir sus extremidades en la casa que llevan a cuestas. Durante la infancia me pregunté muchas veces de dónde provenían, pues me las llegué a encontrar en lugares inverosímiles: en lo alto de la montaña de Guiengola, entre las pirámides que construyeron nuestros abuelos binnigula’sa’; en Dani xumbé, o Cerro de la garza, habitado todavía por juguetones changos; en los extensos campos de Tehuantepec y de San Blas Atempa; o entre los terrenos de Chicapa, azotados por los ventarrones.
Al sentarme a descansar, miraba de repente que de entre las hojas caídas de los árboles surgía una pequeña tortuga. Decía yo: a ese paso, ¿cuántos años ha de tardar en ascender desde la llanura istmeña? ¿Cuánto tiempo ha de pasar entre su caminar de un pueblo a otro? Todas, preguntas difíciles de responder a mi tierna edad.
Una tarde, mi abuelo llegó muy contento a casa. Desunció los bueyes de la carreta y fue directamente con mi abuela. Llevaba su morral abultado del que sacó una pequeña tortuga. “Mira, mujer, lo que cayó. Prepárala en caldo”. No me sorprendía que la fuéramos a merendar, pues en nuestros pueblos es común aprovechar para sustento nuestro a los animales del campo, como iguanas, armadillos, conejos, chachalacas, entre muchos otros. Lo que hizo que yo parara la oreja fue su afirmación de que la tortuguita había caído de algún lado. ¿De dónde?, pensé yo. ¿Quién la aventó o la dejó caer?
Mi abuelo se retiró del lugar y me acerqué tímidamente a mi abuela para averiguar de dónde había traído aquel animal. “Lo trajo del monte”. “Pero ¿por qué dijo que ‘cayó’?”. Y ella con una expresión de ternura ante quien desconoce lo obvio, me explicó: “Pues porque cayó del cielo. Verás, las tortugas no son de esta tierra; son seres que viajan por entre las nubes que riegan nuestros campos. Ellas ayudan a que rompan el líquido precioso que acaba con la sequía temporal. Retozan entre las piedras que existen allá arriba y que provocan los rayos. Los truenos, que tanto nos asustan, se producen cuando dos grandes rocas chocan en lo alto. Por eso retumban tan fuerte, y por eso a la lluvia le decimos en zapoteco nisaguie (‘agua de piedra’). A veces, una tortuguita juguetona cae por descuido al monte o a los cerros, de donde los campesinos las traen para que nos sirvan de alimento.”
Entonces lo entendí todo, y supe finalmente la procedencia de las tortugas nuestras. ¡Son un regalo de la lluvia!