Gubidxa Guerrero
[Texto publicado en Enfoque Diario, el domingo 24/Feb/2013]
Es bien conocido el ánimo
ahorrativo de nuestras madres. Incontables mujeres zapotecas trabajan duramente
para construir su modesto patrimonio. El sudor cotidiano es convertido en
aretes de oro, pulseras, ahogadores y demás alhajas.
Contaba mi
abuelo que hace algún tiempo, cuando no existían los bancos ni las cajas de
seguridad, las personas solían guardar sus joyas en pequeñas ollas de barro,
mismas que enterraban en algún lugar que sólo ellos conocieran. Me dijo él, que
alguna vez escuchó a un vecino de Cheguiigu’ sobre un señor humilde que
deambulaba por el pueblo. Alberto, le llamaban, y acarreaba agua para las
vecinas laboriosas. Cada mañana caminaba por el pueblo ofreciendo sus brazos
para llenar los grandes recipientes de barro que almacenaban el precioso
líquido. Dormía donde le agarrara la noche o en los patios de las casas de sus
amigos. “Para colgar una hamaca sólo se requieren dos ramas”, solía decir.
Alberto, sin
embargo, odiaba el ahorro. Se burlaba de las paisanas que con tanto sacrificio
compraban una moneda de oro. “¿Qué caso tienen que trabajen tanto si su dinero
se hará fierro? Yo me gastaría cada centavo. Compraría aquello que más quisiera
y así sería feliz”. No pasaba un día sin que discutiera con alguna vendedora en
el mercado. “No digas disparates, Betu. Hablas como si jamás te fueras a
enfermar, como si nunca tuvieras que apoyar a tus hijos para que sean personas
de bien. Nosotras no queremos el oro; simplemente guardamos nuestro trabajo de
esa manera, para cuando llegue el día en que tengamos que utilizarlo”. Y así transcurrieron
los años apaciblemente en Juchitán.
Pero un día,
Alberto decidió sentar cabeza. No se crea que ahorró centavo alguno, sino que
un buen amigo le obsequió una parcelita para que construyera su hogar. Pero
tanta fue su buena suerte que al tercer día de escarbar en el lugar donde
levantaría la choza, escuchó cómo se rompía un tepalcate al darle fuerte con el
pico a la tierra. Sonó hueco, y removiendo suavemente con la mano vio que había
perforado una ollita de barro. Se extrañó mucho y casi se desmayó cuando se percató
de que los pequeños tejos que contenía brillaban una vez que se les caía la
tierra que los cubría. ¡Había encontrado un tesoro!
No sabía el
hombre qué hacer con tanta riqueza. Más de quinientas monedas doradas contó,
sin considerar las joyas que adornan a las bellas damas. Una inmensa alegría lo
invadió y al día siguiente decidió suspender el proyecto de casa que estaba
realizando.
Se compró
ropa elegante, zapatos, y hasta un bastón de catrín. Adquirió un fino caballo,
y decidió recorrer pueblos vecinos para gastar el dinero que le había otorgado
su buena estrella. Primero fue a la feria de año nuevo en Tehuantepec. Llevó Alberto
algunas alhajas para regalar a la tehuana más hermosa que encontrara. Ahí
dilapidó un tanto de la pequeña fortuna que había encontrado. Luego hizo un
viaje a Ixhuatán donde celebran a la Virgen de la Candelaria. Se bañó en el
río Ostuta y cortejó a algunas bellas señoritas. Después acudió a la fiesta de
Chihuitán, donde compró deliciosos dulces típicos; consiguió también algunas
rarezas que traen los mixes de la sierra, y se emborrachó a su gusto. Invitó a
cuantos extraños aceptaron sus jícaras de taberná y sus copitas de mezcal. Ahí
se acabó otro puño de monedas.
Así continuó
de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta, gastando a manos llenas lo que tenía…
Y un día se
percató de que no le quedaba más. Había derrochado cada moneda y cada joya
encontrada aquella mañana mientras escarbaba. Vendió el caballo porque no tenía
dinero para adquirir su pastura. La ropa se había desgastado con el tiempo. Los
zapatos los regaló en alguno de los pueblos que visitó, porque jamás le
resultaron cómodos. La casa que empezó a cimentar nunca se concluyó. Y así tuvo
que volver Alberto a ganarse la vida acarreando agua para las paisanas.
Una mañana,
mientras comía un totopo con queso seco, sentado en una sombra cercana al
templo de San Vicente Ferrer, dos ancianas pasaron frente a él, y una le dijo a
la otra: “¿Ya viste? No se trata solamente de saber derrochar la riqueza, sino
de sabérsela ganar. Cuando gastas aquello que no te costó sudor o esfuerzo, ni
disfrutas lo que gastas, ni te rinde el dinero”.