Gubidxa Guerrero
[Texto publicado en Enfoque Diario, el lunes 3/Feb/2014]
Felipe Calderón Hinojosa, Presidente de México durante el sexenio 2006-2012, se empeñó en utilizar un lenguaje bélico para, según sus asesores, aglutinar al pueblo mexicano en derredor suyo. Y es que los ingenuos hacían una lectura simplista de la doctrina del ‘enemigo común’, según la cual, ante una amenaza existencial la ciudadanía se une en torno a sus dirigentes.
Así sucedió en Cuba, durante la invasión en Playa Girón por mercenarios armados y entrenados por la CIA; así pasó en la extinta URSS, durante la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial. Pero lo que se ha dado de manera natural ante riesgos realmente existenciales, también ha podido provocarse de manera maquiavélica, como en aquellos países primermundistas que ven peligro en los elementos disidentes como los comunistas o los indocumentados. Así sucedió en la Alemania de Adolf Hitler, que ante el “enemigo de la humanidad” agazapado en su territorio ―los judíos― azuzaba a su pueblo a “defenderse” del chacal semita. No fue otra la doctrina de George Bush, cuando aprovechó malvadamente los atentados del 11 de septiembre para emprender guerras imperialistas completamente inmorales contra Afganistán e Irak.
A Felipe Calderón no le dio resultado la estrategia porque, a diferencia del terrorismo, el narcotráfico no suscita una respuesta maniquea. Para millones de mexicanos los narcos no son necesariamente ‘malos’. De hecho hay grandes regiones del país donde se ha aprendido a mirar a algunos capos como grandes benefactores que hacen el trabajo que el gobierno debería realizar.
Cuando Calderón pidió a los mexicanos unirse en la ‘guerra contra el narco’ muy pocos se animaron; tanto por la ilegitimidad del gobernante, como por la red de complicidad tejida durante generaciones, que harían dudar a cualquier persona sensata. El resultado de la aventura calderonista arrojó cien mil muertos, y el problema no sólo no disminuyó sino que aumentó.
Con Enrique Peña Nieto han sido las cosas un tanto al revés. Sus asesores le recomendaron una estrategia que procurara tocar lo menos posible el tema de la violencia. La palabra ‘guerra’ quedó excluida del vocabulario oficial, como si la realidad fuera a cambiar dejándose de mencionar.
Y he aquí la paradoja: mientras el gobierno priísta habla de “conflictos” o de “problemas”, el entorno con su crudeza nos muestra lo que verdaderamente acontece: una guerra en Michoacán.
Hay más de 40 mil personas fuertemente armadas combatiendo entre sí. Hay tomas de poblados y aseguramiento de casas de seguridad. Hay verdaderas batallas campales en distintos lugares del territorio michoacano y hay una participación social importante en uno u otro bando. Por si fuera poco, hay dos gobiernos paralelos al de las instituciones oficiales: el de los Caballeros Templarios y el de las autodefensas.
Basta citar como ejemplo el cobro de “impuestos”. Tal parece que recaudan más los Templarios y las autodefensas que el gobierno michoacano. Y los casos se presentan tanto en las familias humildes como en las grandes empresas. Así vemos que los grandes consorcios mineros, entre los que sobresalen chinos y canadienses, estuvieron pagando un “impuesto” a los Templarios por cada tonelada de mineral extraído, especialmente hierro.
Cuando los comunitarios expulsaron a los miembros del crimen organizado, las mineras no dejaron de pagar. Únicamente cambiaron de destinatario. Ahora algunos grupos de autodefensa reciben el “impuesto” que anteriormente se pagaba a sus contrincantes, según esto con el ánimo de financiar la guerra que se está librando (recordemos que durante la Revolución Cubana, Raúl Castro introdujo un “impuesto de guerra” a los ricos empresarios del oriente isleño).
Ejércitos bien armados, pueblos ‘tomados’, cobro de impuestos, ¿qué más se necesita para reconocer que en Michoacán priva un estado de excepción? Los Poderes de la Unión harían bien en desconocer al gobierno del Estado, del que solamente queda el cascarón.