Gubidxa Guerrero
[Texto publicado en Enfoque Diario, el viernes 31/Ene/2014]
El lenguaje de la diplomacia es muy sutil. En las relaciones internacionales difícilmente se profieren ofensas o se lanzan elogios aduladores. Dichoso el país que cuenta con una política exterior coherente y firme, que le permita navegar por los mares de las grandes potencias con una bandera ecuánime.
México se había caracterizado por tener una política sencilla pero eficaz: la ‘no intervención’ y el ‘respeto por la soberanía de los pueblos’ fueron máximas que se impusieron desde tiempos de Benito Juárez. Y es que un país que sufrió el despojo de la mitad de su territorio, así como la invasión de dos grandes potencias, no podía darse el lujo de aplaudir guerras o ataques preventivos allende las fronteras.
Nuestro país tuvo momentos difíciles, como cuando expropió la industria petrolera en 1938 o se dio asilo a miles de refugiados españoles víctimas del franquismo. Asimismo vivió momentos duros cuando, durante el mismo año, en tiempos de Lázaro Cárdenas condenó la anexión de Austria por parte del III Reich dirigido por Adolfo Hitler; condena que a la mayoría de las naciones pareció desproporcionada.
Y qué decir del reconocimiento del gobierno mexicano otorgó al régimen revolucionario cubano en 1959, y el apoyo subsecuente, cuando casi toda América Latina participó en su aislamiento diplomático y comercial. Es algo que los cubanos jamás olvidarían.
También podemos citar ejemplos de la amistad con la República de Chile, gobernada por el socialista Salvador Allende, y de la condena contundente en contra del golpe de Estado de Augusto Pinochet, así como del posterior refugio dado a los exiliados sudamericanos. Y así también con la lucha revolucionaria nicaragüense.
La política exterior mexicana cambió con la llegada de Vicente Fox. Éste, queriendo darle “protagonismo” a México, quiso involucrarse en cuanto embrollo mundial hubiera. Así fue como hizo lo necesario para que nuestro país fuera miembro ‘no permanente’ del Consejo de Seguridad de la ONU, cargo que por poco le cuesta un regaño de George Bush hijo, cuando se quería “legalizar” la invasión a Irak en 2003. Por no hablar del famoso “comes y te vas”, que constituyó una ofensa en contra de un país vecino ―Cuba― con quien hasta entonces se habían mantenido buenas relaciones.
Con Felipe Calderón sucedió otro tanto, pues en campaña utilizó la imagen del mandatario venezolano, Hugo Chávez, en contra de Andrés Manuel López Obrador, ofensa que le costaría una fractura de las relaciones con Latinoamérica, cada vez más unida.
Pero los panistas se fueron y la nueva administración pretende retornar a los orígenes de la diplomacia mexicana. Independientemente de la ideología neoliberal del Presidente de México, sabe que la política exterior es un baluarte frente al mundo, y sabe que Cuba es un símbolo de independencia frente al país más poderoso del orbe.
Visitar Cuba es decirle al planeta que una nación es soberana. Reunirse con el mandatario cubano Raúl Castro, es síntoma de que las cosas marchan bien. Pero reunirse y conversar con Fidel Castro, quien desde hace ocho años no es Jefe de Estado en la isla, es hablar de palabras mayores: significa que un Estado mantiene o pretende tener una amistad estrecha con los cubanos; es sentarse frente a las narices de Estados Unidos, en contra de su enemigo jurado, sin ninguna obligación diplomática de por medio. Es un gesto de amistad inusitado.
Enrique Peña Nieto expresó ayer: “para mí, como lo he reiterado, fue mi primera experiencia, la primera vez que estoy en Cuba y que tengo oportunidad de encontrarme con un personaje de la historia latinoamericana y de la historia de la humanidad en años recientes”. Es consciente de lo que su presencia significa y del mensaje que le da al mundo. Punto para la diplomacia mexicana.