Por Gubidxa Guerrero
Una mañana llegó Ta Jacinto Lexu a Huilotepec, poblado zapoteca entre la zona huave y San Blas Atempa. Cansado venía el hombre de la fiesta de La Candelaria en San Mateo del Mar, y solicitó un poco de agua. Un viejo amigo lo invitó al patio de su casa, bajo un frondoso árbol.
Sentados en la sombra, con la brisa del mar acariciando sus rostros, el anfitrión preguntó a Ta Chintu: “Hermano; tú que tienes más experiencia y has recorrido tantos pueblos nuestros, dime por qué los hijos de gente sobresaliente muchas veces defraudan a sus padres. He visto que hombres y mujeres de Tehuantepec, Juchitán, o de acá mismo, trabajaron afanosamente durante toda una vida, y construyeron un patrimonio que sirvió solamente para que los descendientes lo dilapidaran”.
Ta Jacinto se levantó por una jícara de agua fresca que tomó de una tinaja de barro junto al tronco del árbol. Bebió lentamente, y mientras caminaba hacia su silla comenzó a decir: “Es muy triste lo que dices, paisano, pero tiene mucho de verdad. Existen hijos ingratos que no valoran lo que sus padres con tanto esfuerzo les procuraron. Pero dime tú; si vieras a un perro agresivo que atacara a las personas en la calle y no obedeciera ni a la familia que lo alimenta, ¿culparías al animal o al dueño?”. El señor de la casa, dijo sin dudar: “Pues al dueño, porque un perro debe ser amaestrado para que cuide bien el hogar y respete a quienes no representen peligro. Hay personas tontas que no saben cómo educarlos, y los pobres animales resultan un mal que da muchos dolores de cabeza”.
“Lo mismo sucede con los hijos ―expresó calmadamente Ta Jacinto Lexu, mientras se sentaba―. Muchas veces nos sorprendemos de que sean irresponsables y flojos, cuando los padres no hicieron algo para evitarlo. Si un hombre llega a acumular una pequeña fortuna a base de trabajo y esfuerzo, de disciplina y privaciones, ¿piensas que los jóvenes van a valorar esa riqueza si les impide realizar lo que él mismo hizo? He escuchado a gente decir: ‘No quiero que mis hijos pasen por lo que yo pasé’. A lo que he respondido: ‘Entonces no te sorprendas de que no sean tan esforzados como tú’. Es triste ver a buenos muchachos convertidos en borrachos y en irrespetuosos por ciertas circunstancias; pero es más triste verlos así por la negligencia de sus padres. No hay que malinterpretar el cariño. El amor hacia los hijos se demuestra haciéndolos personas de bien, cosa que sólo se consigue levantándolos temprano, poniéndolos a trabajar y enseñándoles la obediencia y el respeto. No podrá saborear una buena comida quien nunca haya pasado hambre. Y un hijo jamás valorará el esfuerzo paterno si no pasa privaciones”.
Así habló Ta Jacinto Orozco una vez en Huilotepec. Esa noche el señor de la casa, que tenía un hijo como de siete años, platicó con su esposa. Antes de acostarse, le dijo: “Desde mañana, el chamaco me va a acompañar al campo…”
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Texto publicado en Enfoque Diario, el domingo 13/Ene/2013.