Grabado de Gregorio Guerrero |
Gubidxa Guerrero
[Texto publicado en Enfoque Diario, el domingo 15/Jun/2014]
Una extraña creencia comparten varios pueblos del mundo: piensan que los caminos de la muerte son largos e inciertos. No se trata de un abrir y cerrar de ojos, sino de todo un recorrido que el ser humano emprende al momento de expirar.
Los zapotecas, al morir, también comienzan su recorrido al ‘más allá’. Nadie sabe exactamente dónde quede ese lugar. Antes, se decía que estaba nueve niveles debajo de la tierra. Luego llegaron los castellanos del otro lado del mar y comenzó a correr la versión de que ese ‘más allá’ se encuentra por sobre nuestras cabezas, es decir, en el cielo.
Sea como sea, mis paisanos siguen pensando que vayamos a donde vayamos, cuando morimos emprendemos un viaje de muchos días ―meses, inclusive―, donde a uno le puede pasar de todo: desde quedarse varado en el gran río camino al inframundo (o al cielo, como ya dijimos), hasta toparse con los difuntos que van de vuelta a casa a pasar Día de Muertos.
Para que no suceda lo primero, se nos repite hasta el cansancio que debemos ser buenos con los perros, ya que un can será nuestro compañero de travesía. ¿Quién si no un perro, que es experto nadador, podrá ayudarnos a cruzar el río que todos hemos de conocer algún día?
Sé de un caso peculiar. Ocurrió en un pueblo perdido de la Sierra Sur, allá por el rumbo de Loxicha. Cierto joven, sabedor del itinerario de los fallecidos, decidió hacerse de un cachorro en cuanto tuvo oportunidad. A diferencia de las personas comunes, que consiguen un animal para cierto fin mundano, como cuidar la casa, arrear ovejas o cazar iguanas, Gregorio, como se llamaba este muchacho, lo hizo con el único objetivo de que le sirviera de lazarillo en su recorrido por los senderos de la muerte. Yase le puso a su mascota, que en lengua zapoteca quiere decir, simplemente, ‘negro’.
“De ahora en adelante tú serás mi guardián y compañero”, le dijo Gregorio a Yase el primer día que lo tuvo. “Cuidarás de mí mientras viva, pero, sobre todo, me ayudarás a cruzar el río cuando llegue el momento de mi muerte”.
Gregorio enseñó a Yase a seguirlo a todos lados. Lo amaestró de tal manera que tampoco fuera espantadizo. El perro no temía al fuego, ni a los ruidos ni al agua. Era un animal extraño, que tenía como principal función acompañar y cuidar a su amo. “Si al infierno voy, allá me seguirás, querido amigo”, repetía Gregorio al cachorro.
El can se hizo adulto. Su presencia imponía. No obstante, siempre fue un perro tranquilo.
Y llegó el día en que una grave enfermedad, de las que eran tan comunes en tiempos de nuestros abuelos, postró a Gregorio. Cuatro días estuvo agonizando en casa, mismo tiempo que Yase se mantuvo con él acompañándole. Tristemente, el muchacho murió.
Los rituales funerarios fueron realizados. Se le dio sepultura como se acostumbra en su pueblo. Toda la comunidad fue partícipe de la despedida (hasta un perro negro con una lamentable mirada de tristeza).
Al cabo de los días, Yase desapareció. Nadie supo dónde se había metido, hasta que unos cazadores lo encontraron muy adentrado en la sierra. Yacía el pobre animal destrozado por la caída. Más de cien metros habían acabado con su vida, y a todos resultó extraño que un can con magníficos instintos tuviera semejante descuido.
Jamás se imaginaron que el perro negro de Gregorio ningún accidente había tenido. Tan sólo había emprendido el camino tras su compañero, sabiendo que éste necesitaba guía y protección, así como a un experto nadador. “Si al infierno voy, allá me seguirás”, recordó Yase, en voz de su amo, cuando saltó al vacío.