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Historia de un niño que tomaba mucha agua de coco

Fotografía.- Rafael Pacheco Jiménez.
Por Gubidxa Guerrero

Lorenzo fue un niño travieso que vivió hace varias generaciones en Juchitán. Refieren quienes lo conocieron, que tenía ciertos dones: entendía, por ejemplo, el idioma de los zanates y de los pájaros carpinteros; sabía con anticipación cuándo ocurriría un terremoto o si sería buen año para las lluvias.

 A Lorenzo le gustaba mucho el agua de coco. Cuenta la gente que a todas horas disfrutaba de esta bebida; tanto así que le apodaban Lenchu Naga’nda, pues además acostumbraba tomarla recién salida del fruto fresco. La señora donde vivía contaba asombrada a los vecinos cómo, desde antes de aprender a caminar, a Lenchu ya le agradaba mucho esta agua.

No tuvo padres. Ta Severiano lo trajo del campo una tarde que regresaba de cacería. Todos asumieron que era huérfano, por lo que el cazador y su compañera lo adoptaron y criaron como propio. Na Laureana, como se llamaba la esposa, contó que una vez que Lorenzo enfermó, no encontraban forma de que el chamaco comiera y se hidratara. Entonces a una vecinita se le ocurrió darle de probar el agua de coco, que el niño de inmediato degustó sonriente sin dejar de beberlo nunca más.

Peculiaridades del altar y Día de Muertos Zapoteca

Gubidxa Guerrero 

La muerte es parte esencial del pueblo zapoteca y de su cultura. Desde hace milenios nuestros antepasados honraban la vida después de la vida. Lo escribí bien: la vida después de la vida. Porque, ¿saben?, uno realmente no deja de existir, como se entiende en otras partes del mundo. Uno simplemente se vuelve otra cosa.

Así como un Bidxaa (nahual) se metamorfosea en el animal de su preferencia; un binnizá adquiere otro sentido después de que su corazón deja de latir. No desaparece. No deja de existir. Sigue vivo, pero de otra manera. En otro lugar.
Hay un sentido espacial en la concepción de la muerte de los zapotecas. Hay un mundo, una realidad paralela a la nuestra, alejada de los lugares que ocupamos los vivos. De ese otro lugar vuelven los difuntos una vez al año, cuando se les concede licencia para visitar a sus parientes y amigos, cuarenta días después del equinoccio de otoño. 
En casi todo el país a los muertos se les espera en el cementerio. Pero entre los zapotecas istmeños, sobre todo en pueblos como Juchitán o Unión Hidalgo, a los difuntos se les espera en el hogar.