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De una niña noble

Foto de Isaí López Román
Gubidxa Guerrero

[Texto publicado en Enfoque Diario, el domingo 01/Jun/2014]

Con todo el cariño, admiración y respeto para Marysalma González Dávar.

De todas las etapas de la vida, la mayoría de las personas recuerda con especial dulzura la niñez. Cuando se es niño se es libre, pues ninguna atadura social limita el pensamiento. Un pequeño es creativo, valiente y noble en su particular visión del mundo.

Basta con que dos chamacos estén juntos para que, aun sin conocerse, entablen amistad. A los ocho años poco importa el idioma, las diferencias culturales o la posición económica. El lenguaje se cimienta en la mímica, pues apenas se requiere que un niño mire a otro con una ligera expresión aprobatoria, para que éste se considere con la confianza de iniciar el diálogo y proponer los juegos.

Un amigo en la infancia es cómplice, dispuesto siempre a emprender las más grandes aventuras en favor del compañero, sin importar riesgos.

Así era Lucía, chiquilla tierna, aunque muy traviesa; niña que iluminaba la casona antigua donde vivía con sólo extender la comisura de los labios dibujando ancha sonrisa. Aunque corta en años, Lucía era más lista que los de su edad. Comprendía, siendo pequeña, las contradicciones generacionales.

"No quiero crecer", repetía constantemente a sus amigos, quienes no entendían sus razones. "Pero ¿no ves que siendo grandes podremos realizar todo lo que ahora son sólo juegos? Los señores tienen el dinero suficiente para comprarse lo que deseen. Además, ellos no necesitan pedirle permiso a nadie para ir adonde quieran", le decía Juanito, su confidente.

"Pero los adultos no tienen amigos ―argumentaba algo triste, Lucía―, y al crecer deja de importarles todo lo que ahora nos gusta. Yo prefiero tener amigos, aunque no crezca".

Los años pasaron y Lucía fue haciéndose mujer. Un día ―tendría 15 o 16 años― decidió anotar en un cuaderno sus pensamientos, para tener una referencia de sus cambios graduales, pues temía que le sucediera lo que al resto de las personas.

Ahí daba seguimiento puntual de las actitudes de sus amistades. Cierta noche apuntó: "Veo con tristeza que Pedro, un buen niño durante la primaria, se ha vuelto un tanto egoísta. Desde que sus padres le regalaron un carro se muestra presumido. Apenas dirige la palabra a sus mejores amigos de antes. Juanito, por su parte, ya no me trata igual. Habla mal de otros a espaldas suyas y sólo piensa en irse a otra ciudad para conocer nuevas personas. Imagino que pronto se olvidará de mí".

Pero algo raro sucedía con Lucía. Preocupada como estaba de esperar el momento en que ella perdiera el alma que todos tenemos durante la niñez, no se percató que se había convertido en una hermosa mujer sin perder su esencia. Crecía, fortalecía el carácter, pero no dejaba de tener la peculiaridad de los niños. Tanto así que los chiquillos de la cuadra se identificaban con ella, por su sencillez y nobleza.

De pronto llegó a la edad en que todo ser necesita una contraparte. Se casó y tuvo hijos. Ante los adultos aprendió a representar el papel de persona "normal". Inclusive supo cómo imitar a las mujeres serias. Tenía un repertorio de rostros ficticios para cada momento: el trabajo, las reuniones familiares, las visitas de rigor, los trámites burocráticos. Practicando frente al espejo ovalado de su casa, ensayó entre carcajadas las nuevas poses que sabía muy bien cuándo poner en práctica.

Lucía guarda un secreto: cada cierto tiempo se marcha a un pueblo lejano para visitar a sus amigos. Juega, ríe, se divierte como niña; inclusive les jura amistad eterna; promesa que conserva mientras éstos sigan teniendo alma infantil. La mayoría se desprende del espíritu puro al crecer, pero las pocas personas que, como ella, siguen conservando lo esencial, refuerzan los lazos de afecto y cariño.

Por eso Lucía tiene pocos allegados: solamente niños. Algunos de ochenta años y otros de seis; pero todos de sentimiento limpio y natural como el de ella...